Sus cabellos se elevan hacia el cielo, allí donde está su dios.
Surca con su patineta los infiernos de asfalto para llegar a casa, donde le espera el pastor para darle el castigo que este pecador merece, para adoctrinarlo en las enseñanzas.
Le cuesta entender la complicada vida, intenta comprender donde empieza lo malo y acaba lo bueno.
A la hora del culto corre a auxiliar al cuidador del rebaño. Este habla del pecado original y de las demás faltas que cada uno lleva dentro.
¡Pecadores!- sentencia. Todos lo oyen y aceptan culpas existentes solo en las mentes que se saben responsables, culpas que probablemente les atormenten durante la hora que dura el ritual.
El religioso es influyente en su comunidad, sus palabras son como rosales en tierra reseca e infértil. En el sermón del domingo ofrece la salvación divina y ellos a cambio le consagran su vida. La religión es su trabajo y su sustento.
El hijo se siente orgulloso de su padre, lo admira, sueña algún día ser como él.
A veces también lo odia, como cuando su padre toma para sí las ofrendas o cuando sus ojos se llenan de lujuria y su sonrisa se hace socarrona al conversar con una feligresa.
Aun así, este hijo ama a su padre, como este ama a su dios.
No conoce otro padre, otra vida ni otro dios.
Son las doce de la noche y el pastor duerme, el hijo se dirige a la puerta igual que todos los días. Va al parque, sus amigos lo esperan para divertirse un rato, y fumar esa hierba que tanto le relaja, tal vez molestar a las chicas que pasen por ahí, y si se ponen bravas les darán su merecido.
No importa, igual el domingo Dios perdona, Dios olvida.